En un instante un simple incidente puede cambiar una vida. Es así y lo sabemos pero cuando pasa, o casi pasa, no por ello deja de impactar. El sábado 2 de diciembre lo tenía marcado en el calendario con dos eventos, una reunión familiar, comida, y una fiesta de cumpleaños, cena. La reunión familiar venía a cuenta del traslado por seis meses de mi hermano pequeño y familia a Nueva Zelanda. Todo transcurrió con la estridente normalidad de estas comidas. Mi sobrina Ana me cogió la cámara e hizo fotos como si una metralleta fuera. Por esa razón aparezco en alguna de las fotos de la reunión. Fotos que casi quedan, de verdad, para la historia. Por cierto no malas fotos las que se pudieron salvar de desenfoques y trepidaciones. Debería Ana trabajar un poco más en las bases de la fotografía y tendrá futuro.
La fiesta de cumpleaños correspondía al 55 de una compañera de la Facultad de Físicas, Uchi, y además amiga de Navburis. Típica fiesta sorpresa organizada por la familia, simpática y emotiva, resultamos ser los únicos que fuimos de aquel grupo de la universidad. No conocíamos prácticamente a nadie salvo a la familia, Manolo su marido, excelente cardiologo y persona, años que no lo veía, y a sus hijos que eran niños la última vez que coincidimos.
La fiesta transcurría con normalidad, era una cena donde pasaban pinchos buenos, agradable, ibas conversando con la gente. Todo tranquilo … hasta que llegó el pincho de solomillo con patata. Lo cogías con la mano y entre que estaba caliente y pringaba al final te lo metías en la boca. No fui el único que lo hizo. Pero si el más torpe al hacerlo, o me tocó el trozo más grande. El caso que intenté masticarlo y morderlo para trocearlo pero acabó en mi garganta atascado. Percibí que aquello pintaba mal, me fui hacia una esquina para que no se me viera e intenté expulsarlo. Bebí agua pero en vez de tragarla tuve que escupirla pues no pasaba. Ya no podía respirar y hacía grandes esfuerzos con la garganta para intentar expulsar la comida. Mi mujer enseguida llamó a Manolo. Logré echar unos trozos de algo pero seguía el tapón. Sin resultado me hicieron la maniobra de Heimlich y me metieron los dedos por la garganta. Yo era consciente del revuelo que estaba provocando. A pesar de mi legítima preocupación por mi, sentía el mal rato que estaba haciendo pasar sobre todo a Navburis. Aquello no progresaba adecuadamente, así que empecé a preocuparme de verdad al faltarme el aire. «Esto no tiene solución» pensé. «Pues así va a ser» (mi muerte). Esas dos frases en mi mente certificaban un fin inevitable. Estaba de frente a una cortina roja que era todo lo que veía y de repente ví una imagen fugaz y luminosa, un paisaje que me recordaba al castillo de Disneilandia. Claramente el cerebro empezaba a desconectar de la realidad. Hay personas que en estos momentos ven imágenes celestiales pues no, en mi caso no, Disneilandia. Creer para ver.
Creo que fue el momento más crítico. Volvieron a intentar la maniobra, me metieron nuevamente los dedos, me sentaron en una silla. Y además llamaron al SAMUR y tenían preparado un cuchillo para una traqueostomía , eso me lo contaron después. Y de repente empezó a cambiar la cosa. Que tengas un incidente de este tipo y tengas cerca a unos médicos experimentados marca la diferencia entre el desastre y la anécdota. Además de Manolo cardiólogo había dos cirujanos, uno de ellos, Fernando, me dijo «relajate e intenta respirar». Así hice y noté que conseguía malamente respirar. Otra inspiración y también. Pero la tercera no, volvía a sentir que me ahogaba. Otra si, la siguiente tambien. Y de repente ya no tenía nada obstruyendome. Respiraba, ya estoy bien. Me dieron agua y me sacaron afuera a la escalera a un sitio fresco. Creo que lo primero que hice fue pedir disculpas a Navburis por el mal momento pasado. Ella lo pasó muy mal. Yo podía hacer algo por mi, ella no. Y la impotencia en estos casos es muy cruel y afilada.
Pasados unos minutos estaba en suficientes condiciones para volver a la fiesta. Soy de sonrisa fácil con lo que nada más entrar todos pudieron quedar tranquilos sobre mi estado. Me sentí muy reconfortado con todos los detalles y palabras de animo que tuvieron. A mi pesar, no solo porque hubiera preferido no pasar, ni hacer pasar, el momento de tensión, sino porque me gusta pasar desapercibido, me convertí en protagonista de la fiesta. Me hicieron soplar las velas junto a la cumpleañera. Alguien me dijo que había vuelto a nacer, pero yo no me sentía así. Me sentía como que seguía vivo. Aguanté un rato más, no podía beber ni comer con la garganta hecha unos zorros y un cierto cansancio. En la calle buscando un taxí empece a notar dolor en las costillas del costado derecho. La maniobra de Heimlich había pasado factura. Es una peculiaridad de mi cuerpo que en circunstancias tarda en mostrarme el dolor, tal vez como una forma de supervivencia, para que el dolor no me atenace en el momento. De momento sigo fastidiado, es la única secuela que me ha dejado el asomo al abismo.
Los gatos tienen 7 vidas, yo he tachado dos. Y a seguir, que hay muchas cosas que quiero hacer.